Silvia Lainez había viajado con su esposo sin mucha ilusión en ese derrotero de clientes a convencer, pero igualmente, conociendo que se cansaría, decidió acompañarlo. Llegaron al lugar de la última visita y se apoltronó en el asiento finamente tapizado del coche nuevo, imprescindible para el trabajo de su marido.
_Me demoraré un rato, Silvia, ¿No quieres bajarte y tomar un café? Preguntó él, con tono cansado.
_No, no te preocupes, yo estoy bien en el auto y si me aburro sigo leyendo el Libro que traje, contestó Silvia, tranquilizándolo.
Primero atinó a quedarse en silencio, con los ojos cerrados, pero pronto los abrió y contempló la calle casi desierta, los pocos transeúntes que quedaban y se detuvo en la vidriera de una casa de Modas, frente a la cual habían estacionado. El escaparate ostentaba una colección de maniquíes luciendo ropas magníficas, pero no llevaban pelucas como la generalidad. Silvia sintió como si las estatuas flexibles dirigieran su mirada, todas juntas, hacia ella. Se estremeció. De pronto, le pareció que los maniquíes salían de la vidriera y enfilaban hacia el auto, donde ella se ovillaba cada vez más en el asiento. La llamaban, sus rostros parecían amables pero fríos, sus cabezas sin pelos la impresionaban. Silvia sonrió y bajó del coche, como flotando. Se tocó la nuca y un remolino ensortijado de rulos azabaches la calmó. Ahora era una más. Se sentía delgada, estilizada, alta, elegante, sus piernas eran largas y esbeltas y lo mejor de todo, tenía pelo. La noche ya había llegado. Todo era oscuridad, salvo por las luces encendidas de la vidriera adonde la llevaban. De allí, bajaron por una corta escalera al salón de ventas y comenzaron a danzar. Silvia los acompañó hasta marearse y caer al piso. Quiso levantarse pero no pudo. Sus compañeros de baile se abalanzaron sobre ella y observándola fríamente, danzaron a su alrededor. Algunos, la pisaron, pero eran tan livianos que Silvia, casi no sentía los pasos sobre su cuerpo, cuando de repente, todo se detuvo, todo quedó en silencio y tumbada en el piso helado, sin poder moverse, observó todo. Un maniquí hermoso hizo su arrogante entrada en el salón. Vestido de mujer, de a ratos y de a ratos de hombre, parecía no tener sexo. Como por arte de magia su atuendo pasaba del femenino al masculino, bajo la tenue luz que llegaba de la vidriera, iluminando al grupo quieto y a la invitada. Como respuesta vertiginosa al ademán de este armazón casi humano que parecía ser el jefe del grupo, todos los demás rodearon el cuerpo tendido de Silvia y con una saña feroz comenzaron a arrancarle uno a uno los pelos de su frondosa cabellera negra.
_ No, no, ¿Qué hacen? Gritaba la mujer convertida en maniquí con pelo. El dolor era penetrante. Silvia sintió que unos hilos de sangre le corrían por el rostro y gritó repetidas veces, gritó casi sin voz. Estaba como adherida al suelo. El dolor del arranque de los pelos la superaba. Forcejeaba en vano. Se desmayó.
De repente, los maniquíes dejaron de torturarla y comenzaron nuevamente a bailar a su alrededor. La jefa tomó los cabellos de Silvia y se marchó por donde vino.
Los súbditos alzaron por los brazos a la invitada y la enfrentaron con un espejo de buena calidad, agitándola para que despertara. La imagen devuelta fue horripilante. Silvia se vio pelada y su cabeza ensangrentada e hinchada. Exclamó su dolor y desesperación en dos palabras:
_ ¡Déjenme ir! El dolor parecía no importarle.
_ ¡Déjenme ir! Clamaba, mientras los que la sujetaban se acercaban con extrañas muecas muy cerca de su rostro. En un momento se sintió volar por el aire. La habían subido al escaparate por donde habían salido y en un abrir y cerrar de ojos, la arrojaron tras el vidrio que, con el impacto, no se rompió. Una, dos, tres veces, hasta que al fin lo lograron, ensangrentada cayó Silvia en la vereda y sobre ella un garrotillo de vidrios.
Entumecida por el frío, el dolor y las heridas borbotoneantes de sangre, en la oscuridad de la noche, le pareció escuchar la voz de su esposo: Silvia, Silvia, le llegaba un susurro distante, como de otro mundo.
A duras penas y ante los zamarreos desesperados del hombre, Silvia logró entreabrir los ojos.
_ ¡Lisandro, exclamó, Lisandro gritó! ¿Qué me han hecho?
El marido sorprendido, la miró sin saber qué responder y, la llevó junto a su pecho acariciando su cabellera enrulada.
_Querida, querida, te has dormido profundamente y no podías despertar. Seguro haz tenido una pesadilla. Ésta, es la última vez que termino de noche, aseguró el esposo, encendiendo el motor, ante el silencio de Silvia que seguía como en trance mirando hacia adelante, tocándose la cara y la cabeza.
Al sacar el auto del lugar, Lisandro comentó.
_Éste es un lugar peligroso, mira esa vidriera. No estaba rota cuando llegamos. Parece que han intentado robar y como el vidrio es templado, sólo la rajaron. . .
2 comentarios:
Salieron a danzar todos los cocodrilos que poblaban la cabeza de Silvia.
Muy cierto, Carlos.
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