En los días de lluvia, solía emborracharse hasta perder la conciencia de todas las gramáticas. Balbuceaba empapado en lluvias antiguas, deambulando como un madero viejo por los recodos corroídos de su ser. Llenaba su boca de barro y balbuceaba sonidos incoherentes, como si tratara tal vez de invocar en aquel cielo emborronado de lluvia y alcohol las palabras primigenias, como si todo pudiera comenzar de nuevo y existiera un modo de librarse del dolor de su ausencia.
Llevaba años así cuando una noche oscura, una noche de tormenta amarga, su garganta esgrimió la voluntad del aire y pronunció los fonemas necesarios. Todo desapareció. La lluvia, la oscuridad, los muros derruidos de los viejos templos faristeos, el sonido del miedo, el sabor de las almendras en la boca de ella, el dolor, el titubeo de los labios bajo los efectos del desaliento, incluso la memoria. No quedaba nada.
Desolado, observó el vacío que lo rodeaba y, antes de ser consciente de lo desmedido de su empuje, trató de llamarla. No hubo palabras. No existía universo que transmitiera las ondas. Cayó de rodillas, tembló. Ni siquiera fue capaz de recordarla cuando, un instante antes de la gran explosión, se hizo la luz y el futuro se desmoronó como los cimientos de una catedral ante la inminencia del diluvio.
7 comentarios:
hermoso :) sigue así
Gracias, Javier!
Por cierto, un saludo a todos. Es un placer leeros y compartir este espacio con vosotros!
Precioso retrato de la grandeza del sentimiento.
Bello, profundo, dramático :)
Cuando un sentimiento no se puede asimilar, llega hasta el límite: La nada.
Bienvenido y gracias por compartir tu relato.
Muy bonito.
Gracias.
Bravo Alberto!!!
Un placer leerte
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