Nada es tan
triste como decepcionarse de un recuerdo, pensaba Tomás, mientras un calor
vidrioso le astillaba los nervios. Delante suyo ese recuerdo materializado
luchaba con los estambres de su memoria y trataba de entender por qué la
realidad ya no se parecía más al recuerdo de ella que habitaba en los vapores
de su evocación. Pero no era la realidad la que había cambiado sino el
recuerdo, ahora trocado en espejismo.
¿Sería la luz
teñida de ráfagas coloridas la que lo engañaba? Pestañeó con la esperanza de
reconstruir con ese acto la imagen joven que lo acompañó por años, pero tuvo
que aceptar la inutilidad del ardid. Claudia, atinó a balbucear mientras
aquellos labios que lo conocieron de pies a cabeza le dibujaban un beso suave,
de una humedad casi impalpable, en la mejilla. Ella dio unos pasos atrás sin
llegar a notar la decepción en su rostro, ¡te ves igualito! Quizás mintió, pero
sonrió sin dejar de cogerle las manos, apretándolas, estrujándolas
con sus dedos finos ausentes de anillos y adornos. Buscó sus ojos detrás de los
lentes, volvió a sonreír, ¡te has vuelto un cegatón!, cantó su voz, esa sí
idéntica a la que él conocía. En su cabeza, las ideas revoloteaban formando un
remolino lleno de ecos que le impedían hilvanar una conversación coherente,
¿cómo has estado, Claudia? Fue la heroica frase que escapó de su boca seca y
pegajosa. El brillo de los dientes perfectos de Claudia se perdió cuando sus
labios se cerraron, ¿qué te pasa?, el fantasma de la huida pasó entre los dos.
La amargura del súbito recuerdo la aguijoneó, le provocó un respingo
imperceptible. Él, sin mediar palabra, dio media vuelta y se zambulló en el río
de gente, como la primera vez.
Autor: Cesar Klauer.