Esa mañana, como tantas,
mientras tomabas el café humeante, te miraba. Yo estaba del otro lado de la
barra, secando tazas y pocillos de loza blanca con el logo del bar. De tanto en
tanto, alzaba la vista para contemplarte, para deleitarme en ver cómo
sorbías la espuma, cómo te rascabas la cabeza, tal vez por el calor de los
radiadores o retirabas la bufanda gris, o la a cuadros rojos y negro del
cuello. La calefacción estaba alta.
Un cortado fuerte con una
medialuna me desplazó de la contemplación. La puerta vaivén con gruesos
herrajes de bronce adheridos a los vidrios fuertes de sus hojas, dejó entrar el
frío húmedo de junio. Me estremecí, y no por la
humedad gélida que se acababa de colar en el salón.
Una mujer rubia, delgada
y esbelta, entró, sentándose a tu lado,
luego de darte un beso fugaz en la mejilla. Abrió un maletín de cuero marrón,
colgó su cartera original, también de cuero, en la silla e inició una
conversación inaudita parte, por largo tiempo, por lo menos eso me
pareció a mí, mientras tú le regalabas la más hermosa expresión de credulidad.
Se levantaron sin mediar
pedido para ella. Tú la tomaste por la cintura, un poco desdibujada por
el grueso sacón que el invierno imponía. Ya en la vereda humedecida,
la besaste y a partir del beso que me encogió el corazón y nubló mi vista,
volví la mirada al interior de mi lugar habitual. Restregándome las manos,
mientras repasaba la máquina de café Express,
dejé encerrada en ella mi fantasía hasta el otro día.
2015