Los veía moverse
constantemente. Algunos saltaban, otros gritaban, todos festejaban algo. No
advertí motivo especial. Me convencí: festejaban la vida. Mis ojos no lograban
distraerse de la escena. Sus actitudes podían pertenecer al aquí y ahora o
representar ritos del pasado. Gesticulaban exacerbadamente. Se comunicaban a
través del lenguaje oral, pero a tal volumen que las palabras vibraban en el
ambiente de modo no inteligible. Sus atuendos, muy coloridos, sugerían una
especie de arcoiris en ostensible combinación con el entorno vital. Casi todos
tenían las mismas dimensiones. De pronto, se incorporó al grupo, un integrante
que llegaba retrasado. Por mi parte, intentaba concentrarme en la lectura del
último libro de Haruki Murakami que acababa de comprar y que me había propuesto
revisar, mientras bebía un juvenil vaso de café mocha. El resultado: “Negativo”. El recién arribado fue recibido
con sonidos eufóricos. Brincaban, se abrazaban, uno se subía sobre la espalda
del otro, dejando caer sus bártulos al suelo. ¡En fin!
Pude entender entonces,
cómo funcionaban. Sobre sus cabezas levitaba un Ser, o una Mente, suma de las
mentes de todos ellos. No eran cada quien. Eran Uno. Eran las emociones del
grupo, vinculando los cuerpos, reviviendo a través de la evolución, situaciones
remotas, propias tal vez, de un conjunto de australopithecus,
comunicándose.
Si no fuese porque me
encontraba en un bonito Shopping
porteño, lo hubiera jurado. Tuve entonces que convencerme: Se trataba
simplemente, de adolescentes esperando la hora del contra-turno en algún curso
de la Secundaria.