A los pocos meses de casarme empecé a notar unos extraños
síntomas en el estómago. Su procedencia me resultaba desconocida ya que jamás
había sentido algo semejante. Desde que me levantaba hasta el momento de caer
rendida en la cama sentía un ligero, pero permanente, dolor que me producía
malestar. Era una sensación que nacía en la zona más interna de mi aparato
digestivo, un pinzamiento que parecía proceder de algún punto de la columna.
Pasé por la consulta de varios médicos que me
diagnosticaron las dolencias más peregrinas: hernia, úlcera de duodeno,
nervios, incluso lombrices. Llegaron a pensar en un embarazo psicológico. El
dolor se fue agudizando con el tiempo. En determinados momentos, en especial
por las noches y los fines de semana, notaba
que una fuerza poderosa estiraba de mi ombligo hacia lo más profundo de mi
intestino, como si fuera agarrada de un inexistente cordón umbilical. El dolor
me obligaba a caminar encogida, con el riesgo de padecer chepa.
Visité la consulta de especialistas afamados, médicos
naturistas y homeópatas. Para mi desgracia, el dolor no remitía, incluso se iba
agravando con los años. Me recetaron pastillas para la acidez y
antiespasmódicos, hierbas, comprimidos de algas y no sé qué más. Las medicinas
no surtían el efecto deseado, lo que me llevó a abandonar un tratamiento tras
otro. El último intento fue tomar hierbas para contrarrestar los aires que
decía el médico que me producía la comida, aunque yo sabía que no era eso.
Apenas podía mantenerme erguida. Sentía como si el centro de mi existencia
estuviera desequilibrado.
Desde que mi marido me dejó y se fue con otra a
quien hacerle la vida imposible, he recuperado mi estatura normal.