Dirigía la
orquesta con inusual maestría. Verlo de espaldas, semejaba a un ave en posición
de remontar vuelo. Supuse alas en sus brazos, mientras su batuta mágica despertaba
la novena sinfonía de Beethoven.
Escuchar
esa música arrancaba emociones latentes en el auditorio. Mi alma danzaba
liberada y trepaba hasta el escenario, vibrando junto con las notas musicales
que inundaban, luminosas, el entorno de los instrumentos formando un arco iris
musical, al que veía sin ver. Mi rango en la familia me había hecho partícipe
de los beneficios que otorgaba esa pertenencia y desde la primera fila seguí el
espectáculo tal como si me desplazara en una nube melodiosa. El último acorde,
síntesis perfecta del autor, marcó el final de la actuación y de mi embrujo. Un
bullicioso aplauso general estalló en el teatrino.
Me acerqué lentamente, apoyada en mis muletas, convertidas en parte de mi pobre
cuerpo. Me acerqué lo que más pude al escenario y le entregué la rosa que había
llevado para él. Como siempre, se acercó gentilmente para tomarla y agradeció
con una mueca, parecida a la sonrisa de los que no sonríen nunca. Una vez más
me topaba con esos increíbles ojos celestes. Fue suficiente. Mi ego estaba
satisfecho. Ésta, como las veces anteriores y seguramente las que sucederían me
contarían la misma historia.
3 comentarios:
Espléndida mezcla de tres porciones de romanticismo, cuatro de dramatismo y un muletazo de tragedia. Buena receta.
Gracias Carlos por tu interpretación. Un abrazo, mi amigo.
Para el personaje esa es su vida, su historia en retorno que la hace feliz: la música.
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