El abuelo Leocadio, el más querido por los chavales del barrio disfrutaba viéndoles corretear por la plaza.
Siempre tenía algo en los bolsillos que ofrecer. Unas veces eran caramelos, otras canicas y otras, cromos.
También les entretenía contando historias a la salida de la escuela, rodeado con gran expectación.
-¡Qué bueno es Leocadio!- decían los niños.
Hubo un día que no le encontraron; sólo su bastón caído en el suelo recordaba que aquél era su banco.
Los niños tristes y preocupados quedaron, hasta que uno de ellos se atrevió a levantar el bastón del suelo. Con gran sorpresa viajó a la velocidad de la luz hasta una granja donde Leocadio, más joven, le enseñó a ordeñar una vaca.
Tras él, el bastón pasó a otro niño y en cuestión de un minuto aprendió a manejar un arado para segar en el campo.
Otro niño paseó por la montaña con el abuelo mientras le enseñaba la cueva donde se refugió durante la guerra civil.
Y así fue como Leocadio siempre estuvo presente.
9 comentarios:
Una ilusión codiciada, sin duda. El cuento tiene ese estilo de los cuentos clásicos. Me recordó los tomos de cuentos infantiles que engullí uno tras otro.
David:
Este cuento es magia de la mejor, en estado puro.
Saludos.
El otro tío de la vara. Entrañable.
Que buen relato David, es la primera vez que te leo. Seguiré haciéndolo.
Un abrazo.
Me hizo bien leer tu entrada. A veces olvido que tengo imaginación.
Saludos.
entiendo que el abuelo era la vara.
el cuerpo no es mas que la representacion de algo que llamamos vida.
Los objetos también confabulan.
Gran muestra de que el fetichismo comienza a temprana edad.
David que mágico relato, el abuelo tan querido de los niños estuvo presente siempre ayudándoles y enseñándoles a través de su bastón.
Me gustaría encontrar un bastón así, pero claro, eso sólo puede sucederles a los niños, verdad?
Saludos desde mi mar,
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