El niño mitigaba su aburrimiento lanzando repetidamente al aire una moneda, caída de la cornucopia de Tyké. Empeñado en emular a su hermanastro Apolo, trataba de adivinar, sin mucho éxito, la cara que mostraría aquella pieza de oro en cada tirada. Zeus, malhumorado, interrumpió su juego para advertirle de que en cada lanzamiento, en apariencia inocente, estaba despertando en los mortales una dramática batalla interior entre sus facetas opuestas. La maldad hacía presa en los más virtuosos, el miedo doblegaba el coraje de valientes soldados, los honestos cedían a la corrupción, los pacíficos ardían de ira, y los sumisos esclavos se proclamaban libres espada en mano. El hombre se hallaba a merced de aquellos rasgos propios que ocultaba al mundo.
El pequeño Ares guardó la moneda pero retuvo lo acontecido en su memoria hasta que ocupó su legítimo lugar en el Olimpo. Como dios de la guerra, utilizaría su poder para que los mortales, tratando de escapar de la dualidad que les atormentaba, creyeran haber expulsado al enemigo interior fuera de su cuerpo, por el simple hecho de convertir a sus congéneres en el objeto de todos sus odios y sus miedos.
Pedro Alonso.
3 comentarios:
Muy bueno, Pedro. Me gustó mucho esa frase final que resume la historia y te hace reflexionar.
Besitos
Enhorabuena por el texto. Me gustó mucho este Ares.
Besos desde el aire
Una explicación plausible de tanto y tanto odio, gracias por compartirla.
Un saludo
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