Se diría que le faltaba un tornillo, aunque no siempre fue así. Su deterioro comenzó el día que entró a trabajar en la cadena de montaje. El entusiasmo que le convertía en el alma de las fiestas se marchitó, dejando en su lugar a un hombre taciturno. Le dio por hablar con la cadencia de un contestador automático en las conversaciones telefónicas, y por enfocar su mirada al infinito, en lugar de a los ojos, en los encuentros cara a cara. Las articulaciones de su cuerpo de atleta se anquilosaron progresivamente, reduciendo su capacidad de flexión en favor de la torpeza. Su vida diaria se redujo a una pequeña serie de pautas repetitivas. Incluso el fin de semana tenía su propia rutina: dormir, comer y sentarse frente al televisor. Nadie se alarmó hasta el día en el que se quedó dormido en el sofá y en lugar de ronquidos emitía una especie de pitido metálico.
Le recomendaron ir al servicio médico, por si algún compuesto químico de los materiales que manipulaba le estaba provocando aquella extraña reacción. Él, despistado, se presentó en el servicio técnico. Le diagnosticaron depresión y le mandaron a casa. Aquello debió alterar sus hábitos de forma insoportable. Encontraron su cuerpo en mitad de un charco de aceite. Se había cortado los cables.
7 comentarios:
Ya sospechaba yo que trabajar en una cadena de montaje no podía traer nada bueno.
Muy bien contado; si, señor.
E X T R A O R D I N A R I O!!!!!
Qué bueno! Me en - can - tó, sobre todo por el cierre!
¡Buenísimo!
Muy bueno, sí señor.
Coincido con todos los anteriores Muy bueno.
Saludos desde el aire
Lo mejor es atender que las rutinas no dejan nada bueno. Excelente metamorfosis.
Saludos.
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