Era un laberinto de muros
altos y macizos, creados para que solo se pudiese mirar hacia atrás o hacia
adelante. No había recovecos oscuros ni puertas encubiertas; no había mayores
enigmas, ni tramas ni enredos. Era un simple deambular girando en las esquinas,
eligiendo al azar los caminos que se bifurcan, recostando la espalda en las
duras paredes como fría tregua. No había minotauros ni monstruos; era el afán
de llegar al final del camino lo que apremiaba al viajero. Aunque, seguramente,
otro peregrino podía preferir quedarse estudiando las grietas dibujadas en el
muro por el paso del tiempo. O, tal vez, sencillamente mirar hacia arriba y
observar que el cielo era el techo y las paredes del laberinto, los límites que
nos creamos viviendo.

Como la vida misma.
ResponderEliminarMe gustó el final por el punto místico-metafísico que tiene: el cielo abierto y nuestra incapacidad para verlo.
ResponderEliminarUn hermoso laberinto espejo de tu belleza.
ResponderEliminarEn el vacío infinito de la quietud se transparenta que somos dueños de todo el universo.
Muchas gracias por vuestros comentarios.
ResponderEliminarAbrazos.