sábado, 6 de noviembre de 2010

Hado



Aquel día supe que las predicciones se estaban cumpliendo. La luz alternaba con las sombras minuto a minuto. Finalmente los planetas se estaban alineando. No sentí miedo, ni siquiera cuando las gárgolas cobraron vida y sus casas desaparecieron. Tampoco lo sentí cuando una luz cegadora me arrancó de la tierra.
Nunca supe qué fue lo que me salvó ni por qué. Sé que, desde entonces, me rodean seres extraños, la mayoría alados, en un lugar como el que debió ser la tierra en sus orígenes.
No sufro. Pero, cada tanto, el gigante descorre la cúpula celeste y derrama agua salada de sus ojos, cubriéndolo todo. La sal, para siempre, permanece en nuestras alas.



Claudia Sánchez

3 comentarios:

  1. Muy bien contado, Claudia. Es un relato triste y tremendo, que sin embargo, por la manera en que está escrito, se suaviza, y queda tal vez, en melancolía.
    Un abrazo.

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  2. Vas bien en tus visiones teológicas

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  3. Misterioso, interesante, preciosa la imágen de la sal en las alas, muy bonito.

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