El niño había tejido el capullo, colgado en el lugar que ocupó la lámpara de macramé, con la seda naranja que doña Remedios despachaba en la mercería, en el bajo del bloque. Había pasado cerca de un año desde que lo terminó, pero, a pesar de tanto tiempo, seguía soñando con convertirse en una mariposa y no perdía la esperanza nunca. Su madre, cabizbaja y con las ojeras de leche rugosas como higos secos, entró en la habitación arrastrando las incómodas losas de los pies, acompañada del nuevo psicólogo, que dejó con el gesto decidido el maletín negro en la silla y llamó al capullo con los nudillos. «Ernesto», dijo con una voz melodiosa. El pequeño dormía tan ricamente que sólo escuchó la brisa de su nombre. Se revolvió y, con la voz de recién salido del plácido sueño, simuló frágiles y cadenciosos aleteos.
Autor: Jesús Contreras
Muy poetico.
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