Con un alfiler picoteas la cima del huevo hasta dejarle un boquete de la talla de una uva. Lo vacías y enjuagas. Cuando el cascarón está seco pintas el cielo interior del orbe con un tono de atardecer otoñal. Usando el pincel más delgado rasgas algunas nubes y un sol muriente rojo Zitarrosa, "¿Cómo se puede amarte sin testigos?". A lo largo de la base viertes medio centímetro de cera. Antes de que ésta seque por completo le encajas las miniaturas de migajón pintado, siguiendo de perfecta memoria el diseño real de la Alameda; a la izquierda los árboles, en el centro el kiosco galería, a la derecha la Avenida Guillermo Prieto, y unos novios en la banca de jardín. Miras por el boquete para contemplar otro cachito del terruño que está listo para el aparador de souvenirs. Lo empacas precavidamente, buscas el bolso, las llaves, algo falla, no traes pintalabios ni tacones. Podrías toparte con él a la vuelta de la esquina, -esta ciudad no es bastante grande para los dos. Te ves en el espejo demacrada y renuncias al exterior. Conservas la pieza para ti. Ya tienes doce.
Ay los miedos y las inseguridades.
ResponderEliminaringeniso
ResponderEliminarFabulosa mirada a la mente femenina. Super final. Bravo.
ResponderEliminarFabulosa historia.
ResponderEliminarEs la primera vez que vengo, pero si me lopermites, vendré más asiduamente.
Saludos.
Bonito texto
ResponderEliminarGracias chicos, después de leerlo me sentí a veces un poco encerrada en un cascaron, creando pequeños mundos ficticios mientras me perdía mi propio cuento.¡Que eso no nos suceda, por favor! Un abrazo.
ResponderEliminarYun, buen viaje. El final, buen giro.
ResponderEliminarUn abrazo.
(Te dejo mi correo, para la antología virtual manolortizs@msn.com)