Gustavo recoge sus últimas caricias del cuerpo de Patricia y las guarda en su gastada billetera como quien conserva las fotos de carné para recordar cómo fue en otro tiempo. Mientras desciende las escaleras a toda prisa, abrochándose aún los últimos botones de su viejo anorak, hilvana en sus labios los acontecimientos que lo han empujado a aquella huida, como si de ese modo soltara un lastre de palabras que le permitiera alejarse de un pozo de arenas movedizas.
Esa mañana ha despertado algo más temprano que de costumbre. Patricia dormía. Gustavo la contempla en silencio. La ama. Adora la tersura de su piel, la frescura de su gesto, la pureza de su aura. De repente, piensa que podría amar incluso sus cicatrices, las de cuando ella era una niña o la que ese mismo martes, dos días atrás, le había ocasionado una lata mal cerrada. Y entonces Gustavo se echa hacia delante con la intención de besarle la palma de la mano. Y descubre, atónito, que la cicatriz se ha desvanecido. A duras penas silencia un grito de espanto. Se echa hacia atrás. Su pulso se agita como las teclas de una máquina de escribir. Olvida respirar durante un breve instante, hasta que vuelve en sí. Y es entonces cuando nota el dolor en su mano, al apoyarse en la cama para tratar de incorporarse. Ante el espejo, descubre en el pómulo derecho de su rostro aún húmedo por el agua helada un llanto irrefrenable. Le duele de pronto la tristeza de las paredes blancas y se agarra como puede al lavabo para no caer al recordar la sangre de un anciano al que no había visto antes. Patricia le habló de él anoche. Había tenido que limpiar su cuerpo para que pudieran amortajarlo. Oye de pronto una risa proveniente de la cama. Aún duerme. Ríe. A medio vestir, se acerca a ella y descubre horrorizado en el rostro de ella su sonrisa, esa que él no encuentra desde hace algunos años.
Al abrir la puerta de la calle, tropieza con Dorian, una gata común de pelo gris que suele pasar las tardes en la terraza del piso que comparten Patricia y él. El animal protesta y Gustavo se agacha para acariciar su lomo. El zarpazo abre una herida en la palma de Gustavo. Sangra. En ese instante, se ve reflejado en el escaparate de una tienda de arte, enmarcado en caoba. A sus treinta y tantos, le sorprende su pelo blanquecino y su rostro arrugado y excesivamente demacrado. Suspira. Durante los últimos siete años, ha amado ciegamente a la mujer que aparece a medio vestir a su espalda, hermosa, deseable, sonriente. Cualquiera hubiera dicho que aquella mujer parecía cada vez más joven.
De corte muy moderno y con un estilo interesante lleno de pincelazos con giros repentinos y finalmente con la sorpresa de ser vampireado.
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